Conduzco de vuelta a casa. En el asiento del copiloto viaja mi nueva partida de nacimiento con el nombre que he elegido para mí. Son solo dos folios grapados, de color blanco roto, el sello del Registro Civil estampado en una esquina. El primer folio es una fotocopia de la partida original, rellenada a mano con buena letra hace veinticinco años, ocho meses y veinticuatro días: «Hora de nacimiento: veinte y treinta y cinco. Día: catorce. Mes: julio. Año: mil novecientos ochenta y ocho. Sexo: hembra».
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