La literatura tiene la función transformadora de habitarnos en la palabra. Ahí nos desgarra y nos devuelve conscientes del dolor que no es nuestro, pero nos pertenece. Estos relatos reconstruyen la memoria desde la entraña porque no hay mayor cercanía que sentirse lejos. Las y los autores de origen mexicano que radican en tierras canadienses muestran la herida viva de la violencia estructural que, sutil, encuentran su fuerza en la construcción de una cultura excluyente y depredadora, que normaliza la farsa y el exterminio. Es en la forma de contar estas historias donde encontramos el fondo de la violencia y sus causas. El desencuentro se da en una composición de altibajos. La justicia literaria de estos relatos se siente en las vidas ajenas que nos presta, en los rumbos donde nos lleva y los abismos a los que nos arroja. Durante su lectura matamos y morimos, sin matar ni morir, porque estamos a salvo, pero aquello oculto de sus palabras permanece vivo y no nos deja en paz. Nos sacude. En México, no importa si es Coyoacán, Juárez, Papantla o la ciudad; si sucede en un quirófano, en la escuela o un hormiguero o, si nos llueven peces o sangre, la violencia más allá de los ríos corre, descordada, sin respetar comas ni puntos porque no hay quien la pare.
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