Me duelen las manos de atrapar guijarros, se entierran bajo los pies, ahora son rojas las piedras del camino.
Olga Bula
Una mujer revuelve las ilusiones perdidas, desfilan ante nosotros las vidas que pudo vivir —y no vivió y no vivirá más que en la imaginación—. Como una matrioska esa mujer contiene a la lavandera, a la prostituta, a la gitana, a la ladrona y, también, como tantas han deseado, a la bruja. En la segunda parte del libro —revés de la galería de espejos a la que asistimos en la primera— la mujer recorre los paisajes de la muerte muy lejos del bucólico pueblo de sus afectos para descubrir, al final de su viaje, la herida que la atraviesa y la deforma.
Los poemas de La bruja de San Antero se tejen en torno a la excitación que suscita lo que pudimos ser, lo que quisiéramos ser, y la perplejidad frente al destino numeroso, visto no como anhelo ni recuerdo, sino convertido en un sereno y resignado trabajo de la imaginación, una nostalgia que nos renueva –o nos derrumba– como el despertar de un sueño profundo.
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