Puesta de sol cuenta una historia trágica cuya tensión extrema sólo se suaviza por las incursiones de Pedro, el narrador, en el mundo del trabajo y de la picaresca porteña a través del arte de vender alfombras orientales (o fantasías sobre alfombras orientales) que halaguen los deseos y la vanidad ajenas.
Pedro y Ana tienen un hijo gravemente enfermo, con una malformación cuya causa parece haber sido la profilaxis médico-científica a la que demasiadas veces todos debemos temer. Más allá del conflicto interior y de la culpa por el rechazo hacia su hijo, que sus padres no podrán perdonarse a sí mismos jamás, la entera estructura social, desde todos los sectores del poder (legal, médico, policial), desde la prensa y la opinión pública, configurará un cerco cada vez más cerrado para salvar a cualquier precio -incluido el del atroz sufrimiento del paciente y su infrahumana calidad de subsistencia- una vida que se hubiera extinguido casi de inmediato, si se hubiese dejado a la enfermedad obrar por sí misma.
Mordaz, inconveniente, políticamente incorrecto, ajeno a los lugares comunes del humanitarismo y del sentimentalismo, este texto de intensa escritura no es sin duda apto para los que busquen en la literatura evasiones o consolaciones discretas.
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